Cosas que pueden ocurrirle a personas con exceso de imaginación dispersa, pensamientos escurridizos, temores infundados, algunos prejuicios y, tal vez, carencias afectivas.
Sugestión
(estaba para morderla)
A quienes contamos con más de veinte años de vida y un poco de memoria nos consta que el 21 de diciembre de 2012 se terminó el mundo.
Durante más de un año se nos anunció con lujo de detalles y hasta con una película homónima, que tal sería la aciaga fecha de nuestro fin. No creo que nadie dude que debió ocurrir de algún modo pues hasta el calendario Maya lo anticipaba.
Si en verdad ocurrió, haber perecido entonces fue una suerte, pues nos permitió evitar el Covid19, la guerra de Ucrania y el holocausto palestino. Aunque, según parece darse en el dislate cíclico y político que hemos caído, tales desgracias fueron programadas por cierta IA en el año 2051 y para ocurrir una decena de años más tarde, no ahora. Las élites no se ponen de acuerdo en el momento exacto en el cual hemos de perecer, o aún no terminan de construir sus bunkers.
El caso es que en algún meandro temporal, extraviado e impreciso, ocurrió una tormenta solar de gran magnitud que causó distorsiones en la realidad, por cuanto hoy ya nadie puede asegurar en qué año vivimos ni cuál es la verdad de lo que ocurre.
Como sea, igual podemos imaginar quienes son aquellos que juguetean con fakes news, pues son los mismos que poniendo rostro inocente nos ahogan en los océanos de su hipocresía.
Pero olvida todo eso, comprende que algo así es difícil de entender y explicarlo tampoco resulta sencillo. Además con mis escasas luces nunca sería posible hacerlo mejor. El caso, para lo que nos importa en este preciso segundo que montamos al viajar por el cosmos, es que debemos obviar ese futuro distante.
Todo ocurre una y otra vez en alguna parte del tiempo y de momento no nos interesa otra cosa que estar allí (aquí), amaneciendo en medio de un día brumoso exactamente ese (éste) dichoso día, 21 de diciembre de 2012. Así que a lo sugerido, hagamos de cuenta que ese día es hoy.
El fin del mundo no podría presentarse de otra forma. Durante él no podríamos gozar de un día soleado y encantador, pleno de ensueños bucólicos. En modo alguno se ajustaría a un terrible fin del mundo como el anunciado. Tal vez se tuvo en cuenta que rayos y truenos irían mejor para un día de horror vampírico matizado con zombis, y no para la debacle universal. Por lo tanto ni sol ni sombra: niebla.
La mañana se presentaba brumosa, acorde a un día que augurado como diferente a los demás. El run-run humano, durante los meses previos, ha sido recargado de terribles características definitorias. Salvo dignas excepciones la mayoría habían pensado en hallar la forma de ponerse a salvo.
Yo sentía temor. Me recordaba al día en el cual Samara -mi compañera de oficina- estaba como hipnotizada observando la pantalla, cosa que me llamó la atención pues ella no solía permanecer más de un par de minutos ante el PC. Al acercarme noté que temblaba y con un susurro de temor me informa:
—Están atacando las Torres Gemelas. ¡Invaden USA!
Aquello había ocurrido el año anterior, en 2011, cuando creímos que el fin del mundo se había anticipado y todo no era más que un miserable pretexto -muertes incluidas- inventado por la maquinaria bélica yanqui para invadir Irak y robar sus recursos.
Pero este día, hoy, este 21 de diciembre de 2012, Samara aun no llegaba. Si ella no asistiera a trabajar durante este fin del mundo yo debería salvarme solo.
Era temprano y no había nadie más en la oficina, así que me acerqué al ventanal, abrí un poco la puerta corrediza y sentí el aroma turbio que subía desde la rambla, acaso salpicado con graznidos de gaviotas y sonido de tránsito. Desde allí divisé una de las casas vecinas, sobre la cual se elevaba, unos metros por encima de una azotea, un pequeño mirador de madera.
Noté que allí un hombre en pijamas hacía ejercicios matinales y, tal vez debido a la adrenalina que me producía estar viviendo la presente fecha, advertí detalles de su existencia. Y lo lamento, pues para él (sí) fue el fin del mundo.
Advertí que respiró profundo una bocanada de aire que mucho tenía de suspiro y, tal vez agotado por su rutina física, tomó asiento en un pequeño banco. Allí era donde solía sentarse por las noches a fumar un porro y viajar entre las galaxias.
Paseó la vista sobre los tejados cercanos y la giró en todo su entorno buscando el horizonte. Aunque la bruma dificultaba la visión lejana todo le pareció normal. Entonces observó hacia abajo, como si pretendiese atravesar con los ojos el piso que lo sostenía.
A mí aquello no me importaba, pero no había otra cosa que atrajera mi atención y la bandeja de expedientes… ¿Qué importancia tenían si era el fin del mundo? Había decidido no trabajar y dedicarme a disfrutar del espectáculo apocalíptico. Que en todo caso luego del fin, y ya en el purgatorio, me descontaran el día.
Tuve como una epifanía, fue la sensación de palpar las sensaciones inconscientes de aquél tipo como si yo mismo las experimentara. Descubrí también que atravesando la azotea, apenas un par de metros debajo del suelo que él pisaba, permanecía una mujer durmiendo: la suya. Y algo así como un choque eléctrico mental me puso a observarlo desde lo profundo de su mente.
El cerebro del sujeto recordó que esa mujer, tan intimamente conocida, era cierta extraña que lo encandiló siendo joven hasta enamorarlo, nada menos que veinte años atrás. El joven ya había dejado paso a este hombre maduro, aaburrido, de escasas ilusiones.
La mujer -si acaso era la misma pues el tiempo nos cambia a todos- permanecía a su lado pues ambos se habían domesticado para construir una existencia común. La situación se me antojó tan brumosa como lo estaba siendo la mañana.
Mi imaginación descubrió a su imaginación, adivinando a esa mujer dormida, y recordó que alguna vez la había amado. Hasta era admisible que hubiesen llegado a fundirse en un único ser y sus vidas dependieran del amor compartido. ¿Fue aquello posible? Pues, si él se lo preguntaba no era yo quien podría responderle. De pronto notó que yo lo observaba y saludó cordialmente. Buen tipo.
Se dijo que en la actualidad era difícil aceptarlo, hacía más de un año que no mantenían contacto amoroso. La mayor parte del tiempo su comunicación era un derroche de frases anodinas, palabras escuetas y agónicos sonidos. Si alguna vez el mutuo contacto encendió una chispa, la convivencia le había pagado con un gélido y lapidario soplido.
Lamenté que Samara aun no hubiese llegado, ella siempre anda buscando algún candidato para organizar un safari amoroso. Decidí tenerlo presente para decírselo luego. ¿Quién te dice? Tal vez con una sola acción solucionase dos problemas. El de este hombre y el de Samara.
Pero la emotividad del hombre parecía tironearme, su sensibilidad era tan fuerte como mi susceptibilidad. Y supe que esa falta de afecto entre sendos conyugues provocaba que el hombre con frecuencia soñara despierto. También solía imaginar encuentros apasionados con otras mujeres, por lo general desconocidas, que vendrían a introducir nuevas sensaciones a su vida insulsa.
Dentro de tales ensueños suponía que aún era posible vivir un amanecer esperanzador, aunque fuese tan brumoso como el que lo envolvía en ese instante del mirador. La única particularidad, la única virtud sobresaliente que habría de poseer esa musa de sus imaginerías, era la de amarlo profundamente y se lo demostrase con cada célula, cada suspiro, cada gesto.
Habría de amarlo como si ambos fuesen la única pareja humana sobre la tierra. Sabía de qué se trataba eso, alguna vez lo había palpado. No arriesgaría asegurar si fue con su mujer o con alguna otra, prefería mantener consideración y respeto, limitándose a sostener una pícara sonrisa enigmática que hablaba por él.
Una voz en su interior le comunicó que quizás a ella le ocurría algo semejante y que no sólo imaginaba estar con otro hombre sino que ya lo tenía y planeaban marcharse juntos. Así que de pronto levantó la vista para exclamar a un par de palomas que distrajeron su vista: —¡Lo bien que haría! —y tras breve pausa, con tono de desinterés e indolencia agregó: —¡Y cuanto antes mejor!
Pero eran meras bravatas a la nueva mañana que apenas despuntaba con difusa claridad. Resignado, nuevamente se abandonó a la certeza que a esa altura de su vida sólo la muerte, o un cataclismo cósmico, podría torcer el rumbo de su existencia y separarlo de aquella mujer dormida un piso más abajo.
No había una brizna de viento pero la atmósfera se presentía extraña, densa, invadida por cierto aroma vago, exótico quizás, que de haberlo definido él lo habría calificado como “mezcla de todas las fragancias del mundo”.
Llenó de ese aire parco sus pulmones y descubrió al sol, tímido, pretendiendo abrirse paso entre la niebla que camuflaba al horizonte: —Cargamos semejante agobio —le dijo. El sol no contestó.
Entonces recordó la cápsula que le había dado su amigo y sonrió por creerse ingenuo. ¿Acaso la tomaría de su bolsillo y la depositaría en su boca? ¡Si ni siquiera creía en esa ridiculez del fin de los tiempos! Rió con todo el sentido común de su incredulidad sin advertir que el cielo se llenaba de pájaros de vuelos confusos, desordenados, como evitando colisiones en el último instante. Uno de ellos graznó llamando su atención y entonces sí, la sonrisa se borró de los labios del hombre.
Su actitud cambió de inmediato, se le erizaron los vellos de los brazos y hasta su cabellera pareció tensarse. La primera reacción que tuvo fue tomar la cápsula y depositarla en su boca:
—Déjala allí y no temas, para que se rompa hay que morderla muy fuerte —había dicho su amigo—. Si la tragas por error luego la eliminarás, pero significará que no podrás hacer uso de ella hasta que vuelva a estar en tus manos.
—Está bien, pero todo esto me parece una payasada. ¿Qué contiene? ¿No me dolerá?
—En absoluto, morirás sin darte cuenta. Se trata de un puñado de viejos elementos químicos dosificados en forma adecuada.
—¿La usarás también?
—¡Por supuesto! Me horroriza pensar en morir descuartizado, ahogado, aplastado… Tiemblo al imaginarme en una larga agonía sin recibir ayuda o que las alimañas devoren mis miembros atrapados por escombros estando yo consciente.
—¡Ni lo digas! Me ocurre exactamente lo mismo. De todos modos no creo que la necesite nunca.
Su rostro recibió de lleno el fulgor de un rayo de sol escapado del velo y una ráfaga de viento apareció de improviso haciéndolo trastabillar. Abrió entonces sus brazos y fijó sus manos a dos de las cuatro columnas de madera que sostenían el minúsculo techado del mirador que lo cobijaba.
El sol elevándose parecía sortear las nubes y comenzaba ahora a herir la vista. El hombre debió desviar la mirada hacia un costado. La fuerza del viento intentó dificultarle su anclaje a las columnas y se corrió hacia una de ellas, abrazándola por completo.
Advirtió que así como ascendía el sol el horizonte también juntos parecían acercarse. Pronto el horizonte eclipsó al sol, y en medio de las sombras el hombre respiró aire de mar de la más grande pureza. Su lengua jugueteó con la cápsula de cristal pero prefirió no apresurarse, su idea era morderla cuando su vida corriera riesgo cierto o ante intolerables índices de dolor. La vida le había estado resultando algo tediosa pero tampoco era cosa de lanzarla por la borda así como así.
Casi no tuvo tiempo de pensarlo pues el piso tembló bajo sus pies. La madera del mirador crujió. Tanto se distrajo con eso y sus intentos de mantener el equilibrio que no advirtió que ese horizonte aproximándose, era una gigantesca ola cuya celeridad y fuerza apenas llegar arrancaba de cuajo el mirador.
El hombre cayó golpeando su cabeza con violencia contra el borde del banco y abandonado a la inercia del destino su cuerpo rebotó una y otra vez contra las tablas de las paredes. En más de una ocasión la pequeña cápsula estuvo a punto de abandonar su boca, sin embargo su lengua dormida la amparó una y otra vez hasta que terminó acunándose en el interior de uno de sus pómulos.
Aquél mirador con hombre adentro navegó, viajó lejos, cruzó montañas, rozó nubes, descendió al fondo de los océanos un par de veces, evitó icebergs voladores y volcanes en erupción. Luego, harto de resistir la rebeldía de la Tierra, se recostó a dormir sobre la arena blanca de una playa tan remota como serena. Cuando esto ocurrió atardecía.
Una mujer de hermosura desfalleciente caminaba trastabillando por la orilla cuando advirtió aquel objeto estrafalario que las olas habían depositado varios metros más allá. Su ropa estaba hecha jirones y su cuerpo, repleto de laceraciones y magullones alternaba piel clara y rastros sanguinolentos. Aun así podía advertirse que era una hermosa mujer; la tersura de uno de sus senos descubierto delataba juventud y fortaleza. Ella notó que dentro de aquella estructura arrojada por el mar había un hombre, y rogando por hallarlo con vida volvió a creer en Dios.
Recién cuando la mujer estuvo a cuatro o cinco pasos el hombre abrió los ojos. Se sentía mareado, confuso y no recordaba dónde estaba. Al notar que una difusa silueta femenina cobraba nitidez al acercarse su corazón se llenó de inquietud y alegría. ¿Soñaba acaso? Creyó que el mirador aún estaba en su azotea y un hada caminaba hacia él desde un cielo en llamas. Pronto ella estuvo a su lado, contrastando ante el resplandor naranja del ocaso con la prestancia de su porte regio.
La mujer le sonrió y dijo algunas palabras en un idioma extraño. Él elevó su mano para saludarla y cuando iba a hablar notó que algo navegaba dentro de su boca, parecía chicle, para verificarlo mordió fuerte.
El pobre hombre no tardó en morir, pero la mujer permanecía de pie a su lado observándolo sorprendida. Mis ojos estaban húmedos, pero percibían con claridad que la mujer no estaba desnuda y me miraba extrañada al tiempo que me preguntaba si me sentía bien.
—Sí, Samara… ¿Qué me podría estar pasando?
—Es que cuando llegué estabas como muerto. Me pregunté qué apuro tendrías en llegar, si hoy es el último día y nos morimos todos. ¡Siempre tan ansioso! ¿Y sentado en el balcón? Si te ve Gutiérrez te manda su gran café de Jefe del fin del mundo. No le gusta que abran los ventanales por el aire acondicionado.
Miré hacia el mirador y el tipo no estaba. Ya nunca estaría. Está visto que murió. Cuando pude analizar la situación llegué a esa conclusión, pues algo antes que Samara llegara lo perdí por completo, todo vestigio de su existencia desapareció.
Para colmos de males el tal presagio de hecatombe sideral fue un farol y ese día no terminó el mundo (¿o sí?). Por lo menos podemos burlarnos y hacer bromas sobre eso. ¿Qué otra cosa podríamos hacer cuando los medios desinformativos han decretado que la realidad no existe?