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Así en la guerra como en el duelo

Escena que describe el soliloquio del último guerrillero del destacamento del Teniente Durazo.

Aunque no consta en el relato, su estado era tal que no llegó a notar que el pelotón había sido sorprendido y ninguno de sus compañeros podía escucharlo.

Se desconoce el lugar exacto, pero sí se sabe que ocurrió en medio de alguna selva latinoamericana.

Así en la guerra como en el duelo

Durazo era un tipo fuerte, fuerte de veras. Su piel curtida por el monte parecía a prueba de balas y su alma, sino oscura, demasiado fría. Al igual que ustedes, jamás supe si ese era su nombre verdadero, para mí siempre fue “Durazo”, y no se me hubiese ocurrido otra forma de llamarlo.

 

Aquél atardecer, cuando se lo dijeron, no movió un pelo. Ningún gesto asomó en su cara de piedra y ahí se quedó, estático, como solía hacerlo ante alguna disyuntiva.

 

Yo estaba recostado a un árbol, con el codo del brazo que sostenía mi mentón apoyado en el fusíl. No había oído la conversación que mantuvo con el enviado y sólo aguardaba que el teniente dispusiera el fin de la jornada. Él se volvió hacia los hombres y con su parquedad habitual ordenó volver al campamento.

 

Me disponía a hacerlo, satisfecho al suponer que la noticia recién llegada no significaba un nuevo enfrentamiento, pero desde la distancia Durazo me señaló un alto con la mano abierta. El cansancio que traía en el morral se tornó curiosidad y me pregunté qué ocurría, qué asunto tendría para tratar conmigo.

 

Mientras el resto de la patrulla se alejaba él se vino acercando, su paso dejaba un rastro de pachorra y sus ojos miraban sin ver. Sin hablarme siquiera se sentó contra mi árbol.

 

Así estuvo, tal vez no el tiempo suficiente como para que llegara a impacientarme, hasta que se dijo, pensando en voz alta:

 

—A veces creo que la revolución es semejante al horizonte, caminas y nunca llegas. Siempre la estás construyendo, y dudas que termine alguna vez. En cambio otras cosas son como la noche o el sol, que nunca dejan de llegar. Durante toda la vida te preparas para ciertas certezas pues sabes que han de ocurrir. Pero jamás estás listo.

 

Tenía las manos unidas y planas sobre su vientre y observaba el atardecer, le lejanía, o lo que esperaba sucediese.

 

—Felipe —dijo luego, y elevó su cara inalterable hacia mí.

 

—Iremos juntos hasta el llano, es peligroso, pero hay que ir o ir. Si volvemos vivos no olvides preguntarme sobre tres razones que me llevaron a elegirte.

 

—¡Buenas serán! —contesté —Pero si vuelvo solo... ¿A quién se las pregunto?

 

—¡Hombre optimista! Me matas y te salvas. En ese caso tendrás el resto de la vida para descubrirlas.

Se puso de pie sin dejar de hablar: —Pero nunca apuestes a favor del enemigo. Aunque ganases, perderías.

 

Pronto estuvimos sobre la marcha, otra noche comiendo al paso y con sigilo extremo entre matas y culebras. Saben de qué hablo, es nuestra vida, no la que quisimos ni la que alguna vez anhelamos, la que en pelos y hambrienta se dio a obligarnos.

 

Descendimos durante tres horas, luego comenzamos a percibir, raleados, ladridos de perros, algún grito cansino y los escasos rumores del caserío.

 

Ya próximos a las primeras construcciones Durazo se detuvo. Con suma prudencia balbuceó a mi oído:

 

—Puede ser una trampa. Y así lo quisiera pues menos dolería. Mucho cuidado y mantente a distancia.

Comencé a seguir su sombra lunera, que se adhería a cada muro como una lapa, y de portal en portal anduvimos varias callejas desoladas.

 

Se detuvo en una esquina y veía hacia una vivienda cercana. Era la única con la puerta abierta y una luz mortecina se derramaba hacia fuera con desgano.

 

—Iré primero —susurró. —Si no ocurre nada y se te canta puedes entrar, de lo contrario aquí me esperas. De haber balacera que te trague el monte. Y gracias por venir. Acompañándome has hecho mi camino más breve y menos doloroso.

 

Su actitud hacía que mi intriga fuese más profunda a cada paso. Acatando su pedido permanecí allí unos minutos, viendo como se deslizaba hacia la tenue luz que escapaba de la casa y se sumergía en ella.

 

 

Entonces permití que la curiosidad, dueña por completo de mis piernas, me llevaran tras sus pasos.

 

La vivienda estaba en silencio, y evitar que mis botas me delataran me obligaba a llevar un avance lento. Ignoraba los propósitos del teniente y por nada del mundo quería importunarlos.

 

Al ver hacia adentro mis ojos se toparon con la silueta de Durazo, a unos cinco metros de distancia. Tenía las manos unidas en la espalda y la cabeza baja. Por un instante creí que había sido hecho prisionero, luego avisté el ataúd.

 

Vi a su alrededor varias sillas vacías, y contra un rincón una vieja sentada en un sueño. En eso el teniente volvió hacia mí su habitual rostro impenetrable, como si me hubiese intuido y sin el menor asombro de verme.

 

Me mantuve inmóvil hasta que él se acercó y pasando a mi lado dijo nada más: —Ya vuelvo.

 

Mientras esperaba deambulé por la habitación y me acerqué a la caja de madera mal cepillado. En él yacía una anciana de rostro curtido por el sol y el polvo, menuda, tan frágil cual hoja seca.

 

Me preguntaba quién sería y cuantos corazones habría roto. También me pregunté por qué inquirir cuestiones vanas. Uno por respeto a sí mismo no debería hacerse preguntas que a otro no haría. ¡No, no se rían, es así!

 

En eso estuve hasta que reapareció Durazo. Venía agitado y apenas entrar miró la hora. Luego depositó la flor –que había ido a buscar quién sabe dónde– entre el ramillete fláccido que eran las manos de la difunta.

 

En ese momento lo observé y descubrí que por aquella cara de piedra resbalaba una lágrima que imaginé cual bala borracha, sin fuerza ni destino.

 

—Hubiera preferido que fuese nuestra la tierra que ha de cubrirla.

 

Demoré un momento en comprender que no era a mí a quien hablaba:

 

—Pero le prometo que si yo no se la consigo lo hará mi hijo.

Mucho no pude reparar en eso pues nos puso en alerta el sonido de un vehículo que se aproximaba. Durazo me hizo señas de que lo siguiera y pasó a una habitación oscura entre cuyas sombras nos disimulamos. Afuera un motor se apagaba y se encendían algunas voces.

 

Nos mantuvimos agazapados, sin poder vernos uno al otro, cada uno apenas podía apreciar parte de la habitación mal iluminada. La vieja que dormía había despertado y parecía inquieta, se santiguaba de continuo.

 

—Es un velatorio —dijo la voz de alguien que ingresaba. El hombre llegó hasta el ataúd, vestía uniforme y casi le disparo por reflejo.

 

Del bullicio exterior saqué la cuenta de que serían cerca de diez y me pregunté qué pasaría si el intruso llegaba a manifestar algún desaire a la finada. Aunque llevábamos las de perder yo no habría dudado en disparar.

 

Pero el pendejo se persignó y salió diciendo:

 

—¡Vamos! En este pueblo miserable ni siquiera hay almas nobles que lloren a sus muertos.

 

Durazo me tomó de la manga cuando ya me disponía a ir por mi destino:

 

—¡Calma! —dijo, y agregó de inmediato con un susurro mordido, amargo: —Después te lo explico.

 

A veces parecía que hablaba sin mover los labios y entonces sabías porqué lo obedecías. Dejamos pasar el tiempo, el necesario hasta asegurarnos que se habían marchado. Luego el teniente ordenó:

 

—¡Vamos!—. Y salió delante de mí sin volver los ojos a la difunta.

 

Anduvimos sin tregua los tres: Durazo, el silencio, y yo. Amanecía cuando llegamos al lugar de donde partimos, aún faltaba otro tirón hasta el campamento.

 

—Descansemos un momento contra ese pedrusco —exclamó enérgico al tiempo que señalaba un promontorio rocoso que asomaba entre el follaje. No parecía cansado pero debía estarlo, yo sí lo estaba y era más joven.

 

—¿Ahora me lo va a decir? —pregunté. Como si yo no hubiese dicho nada comenzó a liar un cigarrillo con gran habilidad. Hasta que de pronto giró hacia mí su mirada:

 

—¿Qué cosa quieres que diga?

 

—Esas tres buenas razones para ser yo el elegido y no otro.

 

—¡Ah, eso! Lo había olvidado. Entonces hazte fuerte.

 

Se detuvo, como si esperase mi consentimiento antes de proseguir. Asentí con la cabeza.

 

—Eres huérfano, la escena de esa muerte en cualquiera de los otros despertaría recuerdos o temores. No tienes a nadie, si no volvías el dolor no sería ni contagioso ni para compartir. Y la tercera, que por ocultas razones o indolencia no temes morir. Suponía que te empujaba algo de necedad o mucho de vacío hasta que logré interpretarte. Se trata de vacío. Por eso fuiste conmigo. Podría haber ido solo pero hasta hoy jamás había sentido tanta soledad, nunca lo definitivo me ha perturbado tanto.

 

El sol, aun débil, no conseguía disolver la bruma que escapaba de la vegetación. Durazo al fin encendió su cigarrillo y agregó:

 

—Pero hoy, cuando debí detenerte para que no hicieras del adiós a mi madre un baño de sangre, noté algo que no sabía. Medité qué haría si alguno de esos la insultaba. ¿Y sabes qué? No moriría inútilmente, me habría mordido el corazón. Porque la forma de vengarla es ir por la victoria, no en vano mantengo mi vida encerrada entre estos cerros.

 

He recordado muchas veces esa noche ocurrida hace al menos un año y a nadie la había relatado. La menciono hoy pues ayer mataron a Durazo y ustedes están desmoralizados.

 

No he nacido para asistir al entierro de las ilusiones de los hombres que admiro, y en algún momento hay que darle a la vida contenido. Eso me impone la obligación de cumplir la promesa del teniente. Él prometió que si no lograba conseguir la tierra donde ella está sepultada lo haría su hijo. Pues ya saben, él hijos no ha tenido, y allí estaba yo aquella noche, sin nadie.

 

Lo haré aunque sea solo. Lo haré aunque vuelvan las lluvias y estemos perdiendo. De lo contrario estaremos en deuda –y se los dice un huérfano– pues para una madre una lágrima es poco.

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