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Flores en la ventana, relato
FLORES EN LA VENTANA

La oportuna aparición de flores en la ventana era la señal estipulada. Manifestaba vía libre, era llave de cerrojo, pasaporte al frenesí. Aquellos pétalos de colores vivos anunciaban la ausencia de la señora y su tardío regreso, proclamando sin pudor que podrían arder juntos hasta que nada faltara por quemar.

En cierta ocasión la inoportuna patrona regresó antes de lo previsto y él amante, postergando entre maldiciones su deseo, debió permanecer escondido hasta que pudo escabullirse sin ser visto.

Mientras el insatisfecho fugitivo andaba la noche cual gato apaleado, la disimulada paloma preparaba la cena gorjeando un momentáneo pesar.

 

Mas todo parecía indicar que mientras hubiese oxígeno habría incendio y el riesgo energizaría la combustión. ¿Acaso importan los guijarros del camino bajo los cascos cuando el amor toma las riendas?

La vida suele enmarañar las cosas y un niño no figuraba entre los proyectos del conquistador. Así que de pronto no quedaron hogueras donde calentar el cuerpo, aunque hubiese infiernos atizando las almas. Sus palabras fueron duras:

 

—¡Deshazte de él! No estamos en condiciones de iniciar una familia.

 

La patrona, al enterarse, pasó a ser una agria imagen del desconsuelo:

 

—¿Cómo pudiste hacerme esto? Deberé buscar otra muchacha y prepararla para atender la casa. ¡No merezco tanta ingratitud!

 

Cabizbaja, la joven tomó sus magros ahorros y acabó llevando a su viejo pueblo el embarazo. Tras la muerte de su padre no le quedaba nadie allí, por eso alguna vez supo partir hacia la ciudad.

 

Volvía apenas dos años después. Allí al menos habría de acompañarla el paisaje de sus años inocentes y se le haría más llevadero el frío del invierno.

 

Así como las aves cruzan vuelos y las aguas se mezclan, los destinos se enlazan. La soledad es tan inmensa como el azar, proliferando cual maleza vacua desperdigada a los bordes del camino. Pablo, domador de potros adicto a la melancolía, aguardaba hacía muchos sueños formar una familia.

 

De las bridas llevaba su existencia, sin hembra tierna que montar ni sonrisa dulce aguardándolo al atardecer. Andaba a oscuras hasta que la vio una tarde en la plaza, cuando creyó que el sol había descendido a la tierra y esa mujer, sin saberlo, lo derramaba generosamente.

 

No le resultó fácil a Pablo acercarse, no tenía experiencia más que con equinos, pero ella estaba tan desolada que se abrazaba de cualquier conversación amistosa.

 

Dos meses más tarde lograron, tras unir deseos y ahorros, encontrar una parcela a su alcance en un recoveco agreste de la provincia. Así fue que el niño tuvo padre, la mujer alivio, sus vidas sentido. Ahora sí el futuro parecía sin horizontes, amplio, tan inmenso como promisorio y a la mano.

 

Apenas un verano más tarde, al mediodía, inquietando el polvo del camino, un hombre marchaba pisando su esférica sombra. Acarreaba en los hombros su equipaje: raída mochila con el buche lleno de trapos ajados, y un rimero aromado de cartas nostálgicas.

 

Traía también una suerte esquiva, esa, la que ante su recuerdo de una ventana y unas flores, terminó empujándolo a hurgar en el pasado, quizás con la ilusa pretensión de recrearlo.

 

Varias veces se había detenido a descansar durante su larga marcha y en alguna de ellas se sintió arrepentido de embarcarse en semejante empresa. Sólo la añoranza de aquella silueta alba y el carmín encendido de sus labios lo animó a continuar andando. Ahora llevaba más de una hora sin detenerse a tomar resuello, sabía que estaba cerca.

 

En el paisaje la casa asomó mansa y ridícula, más adecuada a un delirio de Dalí que a una realidad portentosa. La carta la describía muy bien y no tuvo dudas que se trataba de aquella.

 

Se detuvo un instante y la observó desde la lejanía. Solitaria, parecía dormida al borde de ese camino polvoriento, al que el lamido del viento arañaba yuyos secos y polvo. Unos pocos árboles la rodeaban y a no ser hacia el este, donde la exuberancia del monte cobijaba el paso de un riachuelo, era lo único discordante con la planicie que la vista abarcaba en amplio redondel de mundo.

 

La contemplación del caminante terminó de improviso. Estaba bastante alejado aun de la vivienda y sin embargo los gritos que de allí provenían, más que sorprenderlo lo inquietaron. Tuvo un titubeo, un respirar profundo, y volvió a marchar al influjo de la resignación.

 

No fue más que eso, una gritería lejana y destemplada que quizás provino de su cabeza caliente de sol, de otro mundo u otra época. ¡Tan grande volvió a ser el silencio!

 

Luego, a no ser su andar desplazando cantos rodados, lo acompañó la quietud campestre. El mutismo de la naturaleza parecía ahora más profundo de lo habitual, perturbador. Tanto que el entrechocar de los guijarros heridos por su paso le hacía dudar sobre la conveniencia de seguir andando. Como si de pronto temiera ser oído, vaciló. Y buscó el vuelo de algún pájaro tan sólo para confirmar que el mundo no había detenido sus giros.

 

Poco después, desde lejos todavía, divisó a Pablo saliendo de la casa. Daba pasos vacilantes y cada tanto se detenía para observar a su alrededor.

 

Desde su lugar el forastero no alcanzaba a distinguir los ojos de la lejana figura, sin embargo tuvo presente que aquella mirada lo había descubierto pues un ramalazo de electricidad le sacudió el cuerpo.

 

Notando que el hombre comenzaba a caminar en su dirección detuvo su marcha. Un destello palpitó en la mano derecha de Pablo allá a lo lejos y el peregrino, petrificado, titubeó en cuanto a la actitud a tomar. ¿Acaso el marido estaba enterado de las cartas? ¿Ella le había contado? ¿Él lo había descubierto y sabía qué venía por ella?

Entonces el forastero, fingiendo atar el cordón de un zapato atrapó una piedra regular del borde del camino, y levantando la frente fingió tener el valor suficiente como para continuar. Lo hizo.

Pablo acortaba poco a poco la distancia que los separaba. El forastero tuvo miedo, mucho: ese miedo destiló un puñado de perlas líquidas que brillaron sobre su frente. No alcanzaba a comprender la razón, pero sabía que su temor era del que hace enmudecer y a duras penas permite contener las lágrimas: el de la incertidumbre ante el precipicio. Recién entonces tuvo la certeza de la existencia de encrucijadas aciagas, abismos profundos que ocultan los caminos para tirarlos de pronto a nuestro paso.

 

Se sintió demasiado solo y no corrió, huyendo para siempre de allí, pues las piernas le pesaban demasiado. De algún modo, preso de su circunstancia, supo que no podría eludir el mañana ni dar espaldas al pasado. Así que el momento del cruce quedó atrás y ya fue imposible tomar otra senda.

 

El aspecto y el andar del hombre que se acercaba traían tanto de agobio, que el forastero comprendió que cargaba una desgracia demasiado pesada para sus huesos. Y no tuvo dudas que ese hombre estaba al tanto de todo: lo de la paternidad del niño y lo otro, lo de las cartas.

 

El amante en ruinas desvió la mirada del puñal ensangrentado que colgaba de la mano de Pablo recién cuando aquél estuvo a pocos metros. ¿Qué había hecho? ¿La había matado?

 

Cuando Pablo levantó la vista el forastero pudo advertir el brillo insano de sus ojos líquidos y desorbitados. No pudo determinar con certeza si en la humedad de aquella mirada habitaba el odio, el horror o la súplica. Mas tenía la suficiente presencia de anormalidad como para incentivar su adrenalina.

 

El viajero apretó con ímpetu el pedrusco que escondía y recién cuando Pablo se acercó lo suficiente, con ágil movimiento, descargó sobre su cabeza el miedo acumulado en torno a la piedra. Presa del nerviosismo tomó el puñal que Pablo había soltado tras el golpe, ensañándose en su cuerpo hasta sentirse seguro de que nada podría hacerle.

 

La acción fue vertiginosa y antes de lograr la calma se encontró contemplando a su víctima tomando sol boca abajo.

 

Círculos de sangre espesa excedían la sed del polvo y se ensanchaban. En su corto futuro, siempre que pasara por allí y aunque en ese lugar ya no habría vestigios de la escena, el amante asesino vería en toda su magnitud la actual mancha bermellón. Sería su macula exclusiva, invisible para otros pero presente y estruendosa en su imaginación.

Luego que pasara su azoramiento miró hacia la vivienda allá en su calma, y de inmediato reanudó la marcha. Tenía prisa en llegar y asomarse al aljibe, necesitaba agua con urgencia pues llevaba sed, fatiga, y una angustia mugrienta que no era del polvo del camino ni de la transpiración de la caminata.

Minutos más tarde, agitado y sanguinolento, llegó al brocal y comenzó a subir un cubo de agua. La cadena chirrió, haciéndolo erizar, hasta que volcó la carga fresca entre sus manos, aun torpes de inquietud.

 

Observó la vivienda temiendo al secreto que guardaba, y tras unos segundos de vacilación se dirigió hacia ella. Le temblaban las piernas y necesitaba consuelo. Mientras andaba desfilaba por su mente, una y otra vez, la situación inmediata anterior.

 

Volvía a ver los ojos interrogantes de aquél hombre que caía tomándose la cabeza, sus labios secos que a punto de decir algo daban contra el suelo polvoriento, la sangre derramada, y esa suerte de rubor inoportuno que le ardía en la piel.

 

Sus pasos se fueron afirmando mientras andaba hacia la humilde construcción. Intentó recordar la mirada ansiosa de la mujer que alguna vez lo alentara, lo atrajera, con el mensaje inconfundible de una ventana florida.

 

Al abrir la puerta descubrió al inmenso perro. Yacía en medio de un charco de sangre con los ojos abiertos y el hocico repugnante de baba. Se arrodilló a su lado atónito. Un sudor frío, ahora de perlas congeladas, cubría su frente. La verdad lo hizo tambalear y sentirse mezquino, tan inmundo como ese perro muerto.

 

Desde una de las habitaciones le llegó el llanto de un pequeño y al acercarse volvió a ver a la mujer que lo amamantaba. Ella tenía los ojos más fríos que alguna vez lo hubieran observado.

 

—Lo vi todo —dijo la mujer —No tenías por qué matarlo. El perro estaba rabioso. Lo mordió al evitar que se acercara a nosotros. Iba al potrero, a buscar caballo para ir por ayuda, estaba herido.

 

—No quise hacerlo. Esperaba hablar con él. Supuse que le habías contado de mis intenciones de venir a buscarte y venía a matarme. Creí eso al verlo acercarse con el cuchillo ensangrentado.

 

Así fue que expresó por primera vez lo mismo que en muchas oportunidades repetiría en su efímero resto de vida.

Al anochecer, el recién llegado sepultó al hombre en un pequeño campo preparado para la siembra, casi a ras de los terrones. Dos meses después decía llamarse Pablo Zubillaga y además de su nuevo nombre tenía bigote, un sombrero demasiado ceñido, mujer, hijo, y un puñado de tierra en medio de la soledad.

 

Cuando la conversación sobre su crimen renacía, y antes de perder la paciencia, él afirmaba terminante: —No iba a hacerlo. Ni siquiera iba a hablarle. Pensaba seguir de largo.

Ella, pensativa, siempre descubría algo nuevo: —Venía criando a ese animal desde pequeño. Lo quería mucho. Y pese a que lo atacó dudó demasiado en eliminarlo.

Después, cambiando el tono y el sentido de la conversación había agregado: —Y no puedo llamarte Pablo. Te rogué que no vinieras. Las cartas eran como hablar con alguien cuando me ponía triste. Aquí la vida es muy solitaria. Además, si él estuviera vivo ya habría sembrado las dos parcelas. ¿Cuándo lo harás?

—¡Cuándo, cuándo! Eres la mujer del cuando. Pues sí, cuando la ventana quedó sin flores le llegó el turno a las cartas —y acompañó sus dichos con un furibundo golpe sobre la mesa.

 

El niño, asustado, detuvo sus primeros pasos tambaleantes, luego hizo un mohín y se largó a llorar.

—Nunca pudiste sepultar el pasado, pero con ese desgraciado no tendrás más remedio que hacerlo. ¡Calla, niño! ¡Calla!

 

Siempre, cada noche antes de acostarse, la mujer miraba desde la ventana la parte de sembradío sobre las que sus manos no habían volcado semillas.

 

—Era un hombre bueno. Se hizo cargo de tus responsabilidades sin hacer demasiadas preguntas. No merecía morir. Fue tu error. No merezco compartir la culpa —dijo una única vez, tras la cual recibió un manotazo que le tuvo el cachete morado varios días. En otras oportunidades se lo preguntó a sí misma y se obligó a callarlo.

 

—Sólo tuya fue la falta —había dicho el hombre con desprecio tras el chasquido de aquél golpazo en el rostro —y si nos descubren diré que me incitaste a hacerlo. Tengo tus cartas sensuales y melancólicas. Así que tendrás que hacer un esfuerzo y llamarme Pablo.

 

Las lluvias fueron fuertes ese invierno y la austera vivienda era un bergantín naufragando sobre la soledad ondulada de la campiña. A pesar de todo, las tormentas que la rodearon no llegaron a ser mayores que las internas.

 

La mujer fue haciéndose a los golpes y un atardecer, luego de contemplar la aureola parda que rodeaba uno de sus ojos y por primera vez, en la ventana que daba a la sepultura de Pablo colocó un florero.

 

—¡Pavadas! —Decía el hombre —Después de muerto lo veneras más que antes. ¿Esperas que vuelva el finado? ¿No era que te aburrías? ¡Parece que lo estuvieses llamando! ¿Te gustaría que desprendiera su cabeza de los terrones para tomarse venganza? —y la sombra de sus brazos, arqueados en el aire imitando el acoso de un monstruo, resbaló sobre la claridad anémica de las paredes.

 

La mujer aprendió a silenciar pareceres. "Antes no te conocía tanto". Pensaba mientras lo recibía sin deseo, más atenta a los grillos, al croar de las ranas, al rostro misterioso de la luna que la espiaba desde más allá de la ventana, orgullosa de esa blancura que en su alma la mujer sentía perdida.

 

El nuevo Pablo cumplió su sueño de poseer una escopeta. Cuando la mujer hablaba del gasto inútil él prometía llenarle la olla de perdices y liebres. Una tarde regresó con un retoño de jabalí amarrado a un tiento. Narró que se había topado con una hembra y que luego de matarla le dio pena dejar la cría abandonada al monte.

 

—Lo mismo hizo Pablo con el perro: lo encontró pequeñito en la misma plaza que a mí —dijo la mujer.

 

—Lo mimo Pabo —repitió el niño desde el rincón donde jugaba con una tropilla de piedras sin domar.

El hombre contempló varias lunas sentado ante los verdes sembradíos estivales envuelto en el humo del tabaco posterior a la cena. Se estaba haciendo ducho al campo y los tiempos aciagos parecían haber quedado atrás.

 

"No estuvo tan mal después de todo." Pensaba mientras exhalaba una gruesa bocanada de humo hacia la noche estrellada. Luego observó la actividad de la mujer dando las sobras de la cena al jabalí, que crecía fuerte. Lo mantenían encerrado, y el señor había decidido que un día probaría su carne. La noche avanzaba, y para que él se acostara sólo faltaba que ella colocara el florero en la ventana y apagara el farol.

—¿Hasta cuando pondrás esas flores? ¿No ves que no me importa? —Insistía él cuando tenía deseos de fastidiar o se sentía fastidiado—. ¿O supones que las pesadillas no me permiten dormir por las noches?

 

—Si no te importa, mejor —repetía ella con cansina letanía —Hice una promesa.

 

—Mamá ¿Qué es una promesa? —preguntó el niño que aun no se dormía. Ella respondió:

 

—No no entenderás pero igual te lo digo: promesa es el juramento de un hombre que cuando se arrepiente siempre es tarde. También es la obligación que asume una mujer con sus errores.

 

—Yo tampoco entiendo qué quisiste decir, ni me interesa —exclamó el nuevo Pablo.

 

La noche se tragó los secretos, las interrogantes, y las caricias extraviadas.

 

—Ya sé lo que es prometer mamá —diría tiempo después el niño, sonriendo y seguro de satisfacer los deseos de su madre: —Prometí no acercarme a la jaula del jabalí. Lo miro pero de lejos.

 

Una noche el caminante se distrajo más de lo acostumbrado contemplando las estrellas. Tanto que podría asegurar que no había sentido a la mujer alimentar a su bestia. Sin embargo allá estaban las flores, asomando ante la luz mortecina que escapaba de la ventana.

 

Jirones densos de sombra agitaron el aire nocturno a lomos de la brisa. Él creyó que eran nubes que ocultaban la cornamenta lunar y comenzó a ponerse de pie.

 

La vio. Pero en aquél gesto demencial que tenía ante sí no alcanzó a reconocer a la mujer, ni a su voz palpitando en el chirrido raspante que lo llenó de pavor. Tampoco vislumbró aquellos alzados brazos y el alud de hacha que traían.

 

Luego cayó, profundo. Las estrellas se apagaron y un silencio extraño aplacó los leves rumores nocturnos, dando la sensación de que un cenagal se había tragado al universo mientras Dios miraba hacia otro lado.

 

Mas todo seguía allí pues de pronto el jabalí gruñó y el mundo continuó girando. El animal era un bulto más oscuro que la oscuridad que lo rodeaba. Estaba inquieto y su cuerpo acosaba con impaciencia los postes y tablas que lo retenían.

 

La mujer recordó el motivo por el cual hacía varios días que no lo alimentaba. Entonces lo hizo mecánicamente, sin asquearse de la sangre tibia que pegajosa embadurnaba sus dedos. Sajaba. Tenía los ojos perdidos en la noche y el rostro sin ningún tipo de expresión.

 

Desde la ventana se ve la chacra. Un buen observador podría apreciar el pequeño rectángulo sin sembrar que parece algo más ancho ahora. Hay calma. El jabalí fue dejado en libertad y aunque al comienzo volvía a revolver unos terrones pronto desapareció para siempre.

 

El niño jamás preguntó por el hombre. La mujer no volvió a dejar flores en la ventana.

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